martes, 6 de noviembre de 2007

Agua

Veinticinco años han pasado desde que nací, en el edén tropical mexicano. Lugar que conserva el treinta y cinco porciento del agua dulce en el país. Tabasco, mi cuna. Nunca vi en toda mi existencia derramarse el cielo en aguas como estos días. Al principio, algunas gotas escuálidas que apenas mojaron los tejabanes y los chiqueros. Siempre supimos que el Grijalva podría tornarse contra nosotros y unirse al mar para ahogarnos, como en el 99. Promesas. Gobernadores vinieron, politicos mintieron para llevar a sus bolsillos nuestro dinero y dignidad. Hemos dado al país música, fruta, petróleo y el miserable espectáculo de nuestros políticos recientes. Hemos sido sólo un trampolín, y ahora un pantano anegado de resentimiento.

Sentado en la cocina contemplé el hilillo de agua que entraba tímido por debajo de la puerta. En poco tiempo envalentonado avanzó reptando al no encontrar resitencia. Afuera el viento y el agua golpeaban con insistencia los cartones y láminas de la casa. Cada gota era como un martillo golpeando con la fuerza de un hombre grande. Corrí por un trapeador y un rastrillo para detener el agua que llegaba al cuarto. Más agua. Desconecté todo, subí el refrigerador a la mesa, el agua me pasaba ya los tobillos. La tele sobre el refrigerador, la ropa de la cama, los zapatos aventarlos al techo, y el agua en la cintura. En cualquier chico rato pasa, me decía. Voy a misa todos los domingos, y todas las noches le rezo a la virgencita que está en mi cuarto. Pero el agua seguía subiendo besando los pies de la imagen que me ignoró. Algo estaré pagando. Tocan a la puerta, pegan de gritos para que salga. Lo único que me queda es mi fe y su imagen, es lo que me llevo. Abro la puerta y me arrastra la corriente de un rio violento, el agua golpea mi cara y mis ojos se hacen una rendija para tratar de divisar algo. Me quiero regresar. Pero me jalan de los pelos y me suben a una lancha. Una lancha. Estoy a diez cuadras del malecón.

Hombres y mujeres con niños me escudriñan en silencio. Recibimos una tunda de agua, con la esperanza perdida entre la incredulidad y el desamparo. El cielo se ilumina a cada rato con relámpagos desoladores. No queda nada. Sorteamos animales ahogados, perros, gatos aves, vacas que nos rodean con un rictus de abandono. Con un palo nos alejamos de los toldos de los coches que juegan a obstaculizarnos. Llegamos a un albergue. Un salón de fiestas atiborrado de pieles morenas y dientes castañeantes. Caigo al agua para nadar a resguardarme, mi pierna se rasga con las puás de un lienzo bajo el agua. El dolor me atraviesa y me olvido del frío por unos segundos. Sigue lloviendo, una mujer lloriquea anunciando el día del juicio final. No lo dudo. Apenas puedo avanzar unos pasos en aquel lugar, muchos aguardan de pie, pasmados. El agua sigue subiendo, rebasa ya mis rodillas. Una mujer grita con los dolores del parto. Sus gritos se apagan con el llanto de niños y adultos, y el agua que no ha dejado de caer. Se llevan a la mujer a un rincón, el crío recibe el bautizo de las aguas del diluvio, una mancha roja crece cada minuto mientras la mujer se desangra exhausta. Todos permanecen inexpresivos, abúlicos.

El agua me llega al cuello, la gente busca las paredes para subir, y levantar la nariz sobre el nivel del agua. Nadie grita ya. La parturienta flota fuera del albergue, el agua la devora poco a poco. Mis pies no tocan el suelo desde hace rato, un muchachito se agarró de mi brazo y me empezó a pegar tratando de subirse en mí. Me empecé a hundir, tuve que alejarlo para que me soltara y me dejara flotar. Trato de subir al techo, pero las tejas de deshacen entre mis dedos. Me permiten sostenerme, pero no soportan la presión de mi cuerpo. Me acomodo en la cintura la imagen de mi virgencita. El cuerpo del muchacho que solté pasa junto a mi. Aprieto los dientes.

El agua sigue subiendo, mis dedos están sangrando, todas las uñas rotas, ya no tengo de que agarrarme, me deslizo hacia el techo tratando de jalar aire. Siento los cuerpos que pasan bajo mis pies. Orino. Pego al techo, el agua golpea duro del otro lado y me sigue empujando. Pasa un rato, ya no escucho más el agua golpear. Todo está calmado. Parece que ya pasó. Siento cómo jalan mi cuerpo de los pies. Cuántos ahogados hubo esa noche. Ya no siento miedo. Estoy tan cansado. Fui el último rescatado. El último cadaver del albergue.

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