viernes, 7 de marzo de 2008

Tripas

Primer tercio

Conocí las tripas en 1975 cerca de la Plaza de Toros México, entonces tenía 7 años y acompañaba a mi padre al Toro. Dejabamos el coche en la calle de Indiana, donde vivía una amiga suya, subía a saludarla una media hora, y bajaba siempre como preocupado por algo; colorado y agitado. Me dejaba en el coche con las ventanas arriba, no me fuera a pasar algo, siempre fue muy responsable con eso. Un anciano bajó de un camión sobre el eje vial y se le cayeron algunas monedas al suelo. Golpeó con la mano y gritó que parara. Se agacho debajo de la llanta, pero las monedas estaban fuera de su alcance, se arrodilló y estiró un poco más. El camión avanzó y su llanta pasó sobre el abdomen del hombre. Lo arrastró cinco metros frente a mí, su abdomen se abrió como una galleta de la suerte y dejó expuesta una masa enrojecida de tubos internos, el hombre pegaba gritos horribles, el chofer se bajo y lo miró. Se subió de nuevo al camión se hizo para delante y luego con una maniobra quebró la llanta hacia la izquierda, le pasó sobre la cabeza que crujió como una nuez cuando la partes, puso la marcha y desapareció. El hombre quedó tendido, los dos ojos se chisparon de sus cuencas, quedaron colgando; la cabeza floreada escupió todo el cerebro al asfalto. Sentí que sus ojos saltados me miraban acusándome; algo me subia y bajaba de la panza, un sabor amargo me llenó la boca, y un tibio liquido me recorrió el pecho. El tiempo juega con nuestra mente cuando algo sucede, yo diría que pasaron cinco minutos antes que nadie se acercara. Primero se acercó fue una mujer que cargaba una bolsa de papel del mandado en las manos, soltó la bolsa y no atinaba a dónde hacerse para vomitar, haciéndolo involuntariamente en los pies del hombre. En el suelo terminaron las teleras, las conchas y la leche que tomó un color a pepto bismol al mezclarse con la sangre. Después salieron los empleados de "Las Cebollitas" la taquería que está sobre el eje vial y se apuraron a poner unas sillas como barrera y tapar el cadaver con un mantel de cuadritos rojos manchado de salsa verde. Dos, tres, treinta curiosos en treinta segundos. Aprendí que la muerte es un espectáculo gratuito para muchos. De la nada apareció una mujer con una veladora del Cristo de la misericordia, mientras un niño recogía y se embolsaba las tres monedas de 10 pesos del suelo. Llegó una ambulancia y dejaron bajar a un fotógrafo, que desparpajadamente quitó el mantel para inmortalizar al muerto. Uno más vomitó una mujer se desmayó.


Mi padre bajó al fin, recibió el tufo a bilis y vómito cuando abrio la puerta para bajarme. Me limpió con la camisa y me puso el sueter que traía en el asiento de atrás, seguí oliendo a vómito toda la tarde.

-¿Que pasó?
-Atropellaron a un señor.
Me tomó con su mano gruesa y me llevó a cruzar heróicamente el eje vial que estaba mas congestionado de curiosos que de automóviles.

Tan solo cruzar el eje, todo volvió a la normalidad. El muerto se perdió entre la multitud que cargaba con sus boinas, chamarras de piel, y botas retacadas de vino tinto. Es increíble la cantidad de gente que se arremolina en los puestos callejeros, eso sí, muy bien montados con sus sillas de Corona y sus hojas de plátano para dar una sensación de frescura. A mi papá le encantaban los puestos que estaban frente al Salón de Fiestas del Ruedo, estaba la birria del "paisa" y a un lado un puesto muy grande de carnitas. Tenían un perol gigantesto de cobre, que ebullía con las visceras y la cabeza del cerdo. Detras de un cristal cochambroso, iluminadas por un foco de 100 watts resplandecía el dorado de las carnitas, nana, buche, nenepil, oreja y al fondo torcidas en sí mismas, las tripas. El olor a grasa y chicharrón se percibía desde muchos metros antes. Como mi papá no vió, ni se interesó por el muerto puso en mis manos dos tacos de maciza con salsa roja. Todavía me sentía con la panza volteada, pero sabía que me dejaría la cara igual si me ponía melindroso, aunque esta vez sí me sintiera mal. ¿Quieres uno de tripa? Tuve esa pequeña porción de intestino de cerdo frente a mi por primera vez, me recordó mucho las del muerto, cerre los ojos y di una mordida tímida; Terminé comiendo tres tacos de tripa, y un "Pascual" de tamarindo.

Ir al toro es el pretexto para acudir a una invasión a los sentidos, a comer a beber, y contemplar complaciente la fiesta y el sacrificio al viejo estilo Romano.
Mi padre me sentaba sobre sus rodillas y me platicaba detalladamente todo lo que sucedía. Se compró el derecho de apartado para tenerme en barrera de primera fila frente a la puerta de toriles para ver de primera mano la salida del toro y que nada me obstaculizara la vista. Y la verdad siempre me tapaban un poco los alambres de seguridad. En la plaza de toros se vive un espectáculo de 360 grados, tanto en las barreras con políticos y artistas que mi padre conocía y saludaba, hasta la porra libre del arrabal con su grito incendiario y pendenciero que arrancaba las risas o silbidos de los villamelones. La gran fiesta se vivía cuando el minutero marcaba las cuatro de la tarde con la banda anunciando el paseillo encabaezado por cuatro alguacilillos y los toreros mimosos y ceremoniales envueltos en sus capotes de paseo seguidos por su cuadrilla de picadores y banderilleros. Mi padre era un experto en la descripción del toro y en cuanto pasaba el burel frente a nosotros, apuraba una descripción y explicación exacta de porqué tenía tal o cual característica. Este toro es bragado porque tiene una mancha blanca en el vientre que incluye el bàlano, Lucero por una mancha en el testuz y bien armado por su cornamenta simétrica y regular. Lo importante es observar, el animal se describe por sí mismo. Un toro meano con una mancha blanca en el bàlano o pene, Calcetero con las patas más claras que el cuerpo o capa negra, negro completo que puede ser Azabache: negro brillante, Mulato: tono pardo o Peceño: muy obscuro y sin brillo.

Como niño fue dificil acostumbrarme a la fiesta, tuve que remontar el miedo y la rabia que sentí al ver por primera vez el sacrificio de un toro. Ver como arremetía contra un caballo ciego, que se equilibraba mágicamente ante las arremetidas de más de quinientos kilos de carne. La puñalada de 12 centímetros que asestaba el hombre gordo del sombrero montando al caballo, a lo que mi padre llamó "un puyazo sirve para descongestionar al toro" El banderillero le asuzaba con un sonido gutural como "eergggggeeeerrggggeeeerrrgggg" y clavaba impasible sobre el lomo, seguido por un bramido y la caida sobre sus patas delanteras. Mi papá decía que el animal había soltado tanta adrenalina que no le dolía ¿no? El rostro de mi padre dibujaba sonrisas de emoción que yo miraba sin comprender. En la barrera había poco menos de euforia de personas fumando puro, tomando vino y cerveza. El torero tomo las banderillas y las golpeo contra su rodilla para intentar romperlas. Lo logró, las rompió con tal fuerza que clavó las dos banderillas dentro de su muslo. Brotó un chisguete de sangre como de una manguera, corrió tras los burladeros ante el silencio momentáneo que se rompió con las risas y comentarios en alto del público.Después me enteré que el hombre habría perdido la pierna por una lesión en la arteria femoral. El torero salió con su capote e intentó hacer la faena, a un toro que lo ignoraba. El animal resuellaba con difucultad, su lengua babeante se agitaba hacia arriba y abajo. Mi padre desilusionado gritaba ¡ya mátalo, cabrón! seguido por un coro coincidente. Del capote sacó una espada curva que sumió hasta la empuñadura. Hubo gritos y volaron cojines al ruedo. El toro caminó desconcertado, mientras los subalternos le agitaban sus capotes en la cara, trastabilló y se echó cerca de mí. "Ahora van a descabellar" un hombre se acercó con un puñal que clavó una vez detrás de su cabeza, el animal se estremeció, pero no murió, dos, tres, cuatro, cinco veces; yo miraba a mi padre, que empujaba el último trago de su cerveza, agitando la mano para pedir otra. El animal desgarraba bramidos después de cada puñalada, hasta que al fín estiró una de sus patas y murió. Una par de caballos ciegos arrastró el cadaver del toro dejando una estela sangrienta sobre la arena. "Ahorita limpian todo m´ijo" Si un grupo de hombres que mi padre llamó "monosabios" restregó la arena para ocultar, tal vez con vergüenza, la masacre que habíamos presenciado. La banda tocó para el segundo toro de la tarde... Esta historia se repitió seis veces mientras caía el sol y el frío se asociaba con la muerte para golperame. Esa noche tuve fiebre, entre sueños y delirios un toro me perseguía y me cogía en una plaza inundada de sangre. Mi madre nunca estuvo de acuerdo con esto, pero sólo le quedaba resignarse ante un grito y un manotazo en la mesa. -¡El niño va y te callas! Las lágrimas se acompañaban de sarandeos y sentencias de que fuera "hombrecito", y poco a poco, sin darme cuenta, esa matanza y horror, fueron tomando los tintes artísticos y poéticos que mi padre con paciencia me enseñó a observar, apreciar y amar.


Segundo Tercio


1985. Diecisiete años cumplidos, convertido en un novillero a punto de tomar la alternativa. La fiesta brava para mí es arte, sentimiento, pasión, y entrega. El hombre contra la bestia en una lucha de la que alguno de los dos perderá la vida, o acaso lo dos. Entregados a demostrar el poder en el uno a uno, entre la tierra, los gritos y las tablas. Mi padre se negó rotundamente a que me iniciara en la fiesta profesionalmente. Me parece inverosímil, fue motivo de discusiones intempestivas, de manotazos en la mesa, de gritos, de amenazas. ¡Que me voy a morir de hambre! ¿Quién me llevo durante años a la plaza? ¿Quién me enseñó a reverenciar la estampa del torero? ¿Quién a valorar la dignidad, la honra, el pundonor? ¡Que me quiero morir! ¡Que no estoy hecho para eso! ¿Entonces para que me llevaste tantos años a lo que tu ahora consideras indigno para mi? ¿No ibamos a las tientas? ¿No me arriesgaste a los diez años con una vaquilla que me recetó doce puntadas en la barbilla? Esa descarga de emoción no la puedo sentir más que con un toro enfrente, ni siquiera una mujer me ha hecho sentir esa emoción. ¡Ahora no me digas, que yo no! Por que ¡Yo si!

Salí de mi casa con la cara en alto, sin avisar a donde. Ya se enteraría mi padre y me pediría perdon cuando triunfara; ya se acercaría a pedirme perdon, y aceptar que se equivocó. Ya lo vería.

Me fui a buscar a mi padrino Chucho Ríos a su restaurante, al principio me invitó a regresar a casa y estudiar. Pero vio en mi el brillo en los ojos del que tiene tatuado al toro en el alma. Me apoyó decididamente, me presentó a Joaquìn Bazaldúa, torero retirado que me cobijaría en su ganadería, primero como peón, después como caporal. Me enseñá maña con el capote, la muleta y el estoque. A pararme contemple frente a la carretilla, a la vaquilla y a toros de cada vez más peso. Citar de frente y darme media vuelta en sentido contrario al paso del burel quedando envuelto en el capote. Mi primera chicuelina, como mi primer amor, Ramona Bazaldúa. Fui conociendo al toro como a la mujer que me dejó beber de ella con dieciseis años, guardando nuestro secreto en los corrales. Joaquín se sospechaba algo, pero se hizo el disimulado, y sabía que al fin, se haría lo que Ramona quisiera.

Después de un año de ensayos, clases y tientas, ya con la coleta trenzada, Joaquín me regaló mi primer vestido de torear, no faltaba ni sobraba nada. Los calzones la taleguilla color oliva, los machos, las medias color rosa, las zapatillas de goma, la camisa con chorreras, la pañoleta y el chaleco o chaquetilla con cordones salpicada de alamarres, presillas y ojales y la montera. Joaquín ya no era sólo mi benefactor, ahora era mi amigo entrañable, y apoderado en el toreo. Me llevó a novilladas por todo México, Aguascalientes, Acapulco, Tijuana, Ciudad Juarez, Guadalajara. Un día llegó a la tienta muy serio, sin esa sonrisa y garbo que eran su firma.

-Agarra tus cosas porque te largas.

Era el fin, no se cómo pero se había enterado de lo de Ramona, me llevé la mano a la cara no le podía mirar a los ojos, lo había traicionado, y por eso lo iba a perder todo. Tragué saliva y me di la media vuelta casi arrastrandome por el dolor. Joaquín me dió un grito.

-¿A dónde vas?

Estaba desconcertado, tenía la garganta completamente seca, y no sabría que decir. Era mejor que me cacheteara, o me pateara a dejar las cosas así nada más.

-Te vas a Las Ventas, cabrón, te conseguí una novillada!


Las lágrimas rebasaron mis ojos y se derramaron en la arena, nunca había tenido una sensación de muerte y después resurreción en menos de un minuto. Había sido un estúpido y estuve a punto de echarlo todo a perder. ¡Me iba a las Ventas! ¡Yo que no era nadie, me iba a las Ventas!


En tan solo un año Joaquín logró llevarme a mi primera novillada fuera de México. Nada mas y nada menos que a la Monumental Plaza de toros de las Ventas, en Madrid, Inaugurada por el inolvidable Cagancho, que en México fue un ídolo de la talla de Manolete. El vientecillo madrileño me golpeaba el rostro mientras hacía el paseillo por el ruedo, en barrera de primera fila Ramona y Joaquín. A mi padre no le dije nada, y le prohibí a Joaquín que lo hiciera, no se si era arrogancia o resentimiento o las dos cosas mezcladas, pero aùn tenía mucho dolor.

Era mi tarde, si salía triunfador, alcanzaría notoriedad inmediata en México, muy pocos nacionales han logrado ser reconocidos en España, y los toreros de ahora ya están muy acomodados y les falta el hambre que a mi me devora. Es una plaza impresionante para más de 23,000 espectadores, aunque está a medio llenar impone, por su estructura y por su historia. Tengo el honor de abrir plaza con Mechudo de menos de 3 años de nacencia como debe ser, y de 460 kilogramos. A estos niveles dos meses no hacen diferencia y se que me enfrentaré a un toro en puntas hecho y derecho. Espero en el callejón que abra la puerta de toriles, contraigo las nalgas y frunzo el ano en espera de aquel al que habré de dar muerte. Ramona me mira, orgullosa, desde la barrera y yo pretendo no darme cuenta. Tengo miedo. La puerta de toriles suena como un balazo al abrirse, sólo se ve obscuridad y silencio al fondo. De súbito un bellìsimo novillo entra a la plaza, bufante, corriendo cerca de las tablas, reconociendo el terreno donde se le ha tendido la trampa. No sabe que le espera, no sabe que esperar, los gritos no lo perturban. Es un toro rabicano, con una mancha negra debajo del ojo como si llorara. Mis manos empapan el capote, y siento un temblorcillo que no me deja en paz. Salgo al ruedo, los subalternos lo capotean para dejármelo a modo. Me siento congelado, por un momento se detiene la algarabía y hasta los vendedores se detienen para mirarme. El novillo está ante mí como un sinodal de ojos negros, la plaza está en silencio total. Mi zapatilla roza la arena y doy un tímido paso adelante. El animal ve el engaño, siento mis pies cimbrarse ante la acometida, sin pensar retiro de súbito el capote envolviéndome en él, recibiendo un sonoro ¡ole! El animal pasa de largo desconcertado extiendo el capote como una aduana, sin moverme un solo palmo de tierra, el animal avanza con brío a recibir de nuevo la dosis, otro ¡ole! Estalla en la plaza. E l nervio inicial se convierte en una fuerza descomunal que me impulsa y da la sensación de flotar, viene de regreso ¡no lo puedo creer! Pasa de nuevo bajo el capote sin siquiera haberme movido, la plaza se pone de pie y lanzan boinas y sombreros al aire con una emoción irreverente. El burel se detiene y me mira, cansado de su periplo alrededor de la plaza y su caída tres veces ante el engaño, mira el griterío en la plaza. Doy unos pasos, y extiendo el capote sobre la arena, nuevamente acude al engaño, recibiendo un pase natural, seguido de otro y otro. Entran los picadores por laterales, Mechudo embiste al caballo con toda su naturaleza. El caballo trastabilla y da contrapeso al de los cuernos que se acomoda como con un cojín. Recibe un puyazo portentoso que le abre un ojal que avienta borbotones de sangre. Sigue embistiendo, el picador sólo marca el puyazo bajo una rechifla general. Creo que ya se descongestionó suficiente, y doy la señal para que lo deje.

Todo está mucho mejor de lo que jamás imagine. Quiero ser yo quien ponga las banderillas, doy una señal a Joaquín, que asiente. Esta vez recibo las varas color guirnalda de manos con sus filosas picas hacia abajo. El toro está distraído en medio de la plaza. Tengo las dos banderillas en mi diestra. Hago un reclamo gutural como el que tanto me impresionaba de niño eeeerggggeeeeerrrrggggeeeeeerrrrrg, el toro recibe el mensaje camino hacia un lado y hacia atrás, el toro arranca, y recibe a una mano ambas banderillas en perfecta colocación, un violín. Suelta un bramido de dolor y frustración, me sigue enfurecido, llego triunfante a las tablas sin problemas. Tomo el segundo par quedo parado cerca de las tablas y lo reclamo de nuevo. Eeeeeerggggggeeerggggeeeeeeerrrrrrg. Me ignora, me acerco más a él. Sostengo las banderillas ahora en mi mano izquierda, el toro acude y recibe nuevamente las puntas profundas y centradas, las banderillas se agitan ante los gritos de los villamelones empapándose poco a poco de la sangre de la bestia. Es una fiesta. Esta es mi tarde. Ramona me mira desde la barrera, está llorando. Yo, trato de concentrarme y no perderme en la emoción. Recibo el tercer par, y recuerdo al pobre que se las encajó al romperlas. Mi corazón empuja tanta sangre a mis emociones que no me puedo contener. Tomo las banderillas con los picos hacia fuera y las parto a la mitad. Tomo ahora una en cada mano. Con esto me consagro. Cito al burel cerca de las tablas, acude ante mi gritito y se arranca esta vez decidido a no dejarme ir. Las banderillas están muy cortas, salto eludiendo las puntas y alcanzo a clavar la primera, el animal hace un reparo con la cabeza. Estoy en el aire con una banderilla en la mano. Caigo con la cara hacia la arena, siento que la raíz de mis dos dientes frontales se hace añicos, me entra arena hasta la garganta. Algo me jala. Escupo arena y dientes, la sangre me nubla la vista, trato de voltear, y correr pero algo me detiene. El toro está entretenido con algo entre las puntas. Entre la sangre distingo asas intestinales entre sus cuernos, y esas van justamente a donde se juntan mis nalgas, el pantalón está reventado, y de entre mis nalgas salen mis tripas, trato de agarrarme de ellas para arrancárselas de los cuernos al toro, pero están hechas de gelatina, se resbalan entre la sangre y el moco intestinal. Los subalternos están clavados en la arena, y en la plaza ya no se oyen ¡ole´s! sólo gritos y sollozos. El intestino vacía su contenido sobre la cara del toro que se agita y salpica de mierda el rostro y la ropa de el ganadero en el callejón y de las personas que están en la barreras, muchas mujeres lloran, algunos corren y vomitan en los pasillos. Se acabó la fiesta. Les grito que le quiten los intestinos de los cuernos, pero el animal retumba más con la cabeza, a cada retumbo, se vacían más mis tripas, entre las asas intestinales alcanzo a ver partes rojas, verdes y amarillas de la fruta que comí antes de llegar. El dolor se hace intenso, no me quiero morir aquí, este animal me va a vaciar todo en medio de la plaza. No tengo otra opción. Tomo la punta de la banderilla y trozo el intestino, que se libera con gran tensión esparciendo como un rehilete su contenido nauseabundo y una llave metálica oxidada. No se cuando me la trague. Aprieto con mi mano lo que me queda del intestino, y trato de arrastrarme fuera del alcance del toro. Los intestinos sueltos se liberan de la cabeza del toro que los avienta al aire una y otra vez y los pisotea. Se escucha una detonación seguida de otra. Joaquín, vacía una pistola 38 súper en la cabeza del toro, por primera vez en una plaza de toros.

Ese fue mi paso final por las plazas de toros. No hubo triunfo, ni honor, ni gloria. Un esfínter anal destrozado y la pérdida de todo el colon, todo: ascendente, transverso y descendente. Estuve tres meses hospitalizado, me dolió mas la visita de mi padre al Hospital General de Madrid, con su gesto de te lo dije, que todo este trance. Perdí mas de veinte kilos en la recuperación y durante los primeros seis meses tuve conectado el intestino al abdomen, pequeñas bolsitas de plástico en las que se vaciaban mis excrementos y que tenía que cambiar varias veces al día. Me sentía sucio, maldito, repugnante, fracasado. Lo había perdido todo por clavar un par de banderillas rotas. No se cuántas veces le di vueltas en mi cabeza al momento en que la punta penetra mi ano y lo desbarata. Ese simple derrote de su cabeza signó todo mi destino. Si hubiera hecho un tercer violín, si hubiera derrotado al otro lado, si me hubiera quedado en México, si mi padre no me hubiera llevado a la plaza por primera vez. ¿De Ramona? ¿Qué puedo decir? Estuvo ahí desde el principio, contempló cómo el toro literalmente me partió a la mitad, salto desde la barrera y me llenó de coraje, con sus frases y gritos de apoyo ante un guiñapo desfalleciente, despatarrado. Todos los días de toda mi convalecencia la tuve junto a mí, esperando a veces afuera del cuarto mientras hacían los cambios de las colostomías, hasta que aprendió a cambiarlas por sí misma cuando se dio cuenta que estaban rebosantes de excremento y nadie quería cambiarlas. Nunca hizo un solo gesto ante los fétidos aromas de mis entrañas, y en cambio me cubría de besos y caricias amantísimas.


El 19 de septiembre de 1985 acudí al Centro Médico Nacional en la Ciudad de México a una consulta de seguimiento. Estaba harto de mis colostomías y esperaba que al fin me dieran una solución con una técnica que prometía conformar un saco rectal con el intestino delgado y redirigir mis contenidos intestinales a la salida convencional. Mi cita era a las 7 de la mañana, iba tarde, con la prisa dejé mi automóvil invadiendo la rampa de acceso a la zona de descarga. A las 7:15 entra a la sala de espera un hombre muy mal encarado a pedir que moviera mi Topaz rojo. Salí y lo acomodé casi a dos edificios de la torre de consultorios. Caminaba de regreso a veinte metros de la puerta, los automóviles comenzaron a saltar trepidantes y después a golpear sus costados con intensidad. El edificio de consultorios se rajó, las grietas corrían por sus muros reventando los ladrillos; médicos y enfermos corrían y se asomaban por las ventanas tratando de evadir la muerte, dos saltaron desde más de diez metros frente a mí. El conjunto colapsó y una nube de polvo me cubrió. Era imposible respirar, me tuve que alejar, el aire picaba los ojos, los pulmones quemaban, y los gritos...los gritos desde un infierno que llegó de la nada a quedarse.

Bajé al inframundo y regresé, la historia oficial reporta 3,000 muertes pero en realidad fueron decenas de miles. Estuve como voluntario todo el tiempo que me fue posible, a pesar de mi debilitada salud, mi extrema delgadez me permitía penetrar entre los escombros a buscar sobrevivientes. Con una lámpara en la cabeza entré en los vericuetos de cemento del centro médico, ocasionalmente encontraba una bolsa de aire que me dejaba respirar un poco mejor. Era como la casa del terror, entre las losas de cemento se advertían los cuerpos comprimidos como maniquíes, con todos sus vasos sanguineos reventados haciendo moretones por la compresión. La cabeza de una mujer comprimida a sólo cinco centímetros botaba la lengua como una bernjena ya mordisqueado por las ratas. Los primeros días los quejidos se oían de todos lados, conforme pasaron las horas se fueron apagando, hasta que el silencio golpeado por el crujir de la presión los sustituyeron. Lo que ví, escuché y olí durante mi estancia en el infierno lo tengo siempre presente. La costumbre a mis aromas intestinales no fue ventaja después de siete diás buscando entre escombros. El olor a carne en descomposición estaba omnipresente en toda la ciudad, pero particularmente en el estadio de Base Ball del seguro social. Ahí es donde llevaron desde todos los puntos de la ciudad los cadáveres que iban encontrando, es lo más parecido a las fotografías de los campos de concentración en la segunda guerra mundial. Camiones y camiones materialistas llegaban cargados de cuerpos mutilados. La muerte por compresión debe ser de las peores. Sentir como cada uno de los órganos internos va cediento y vaciando su contenido en el interior, los pulmones no se pueden distender y el corazón sufre demasiada resistencia para propulsar la sangre al organismo. Las extremidades son resistentes hasta el punto en que los huesos literalmente implotan haciéndose millones de astillas. Cuando la compresión es en la cabeza, casi no hay dolor, y la víctima permanece consciente hasta que el cráneo cede y abruptamente se colapsa despedazando el cerebro. En hileras colocaban a los cadáveres con todo tipo de aplastamiento, desde los localizados a la cabeza, el tórax exponiendo las tripas, hasta aplastamientos totales en los que se rompieron todos los huesos posibles. Miles de cajas de madera se apilaron en el patio del estadio, muchos de los cadáveres jamás fueron identificados aún estaban en ropa interior o en sus pijamas. Los demás ya habían sido vandalizados en sus pertenencias. Aún así una multitud de personas hacían fila para tratar de reconocer a sus familiares, que no encontraron en los hospitales de la ciudad y que era el ùltimo lugar en el que desearían buscar.

Esta experiencia signó lo que haría de mi vida en adelante.


Tercer tercio

miércoles, 5 de marzo de 2008

Siempre en mi mente

¿Sabes? Yo era una persona normal, como todas. Salía de mi casa al trabajo todos los días, sobrevivía mi pequeño infierno laboral y regresaba a mi casa a desgastar el control remoto. Soportaba las miradas furtivas de mi pareja que siempre buscaba la manera de encontrarme algo. Tenía la certeza absoluta de que la engañaba. Alguna vez me hizo desvestir y olisqueó todo mi cuerpo, todo, buscando alguna nota diferente a mi olor personal, que después de 12 horas de trabajo y dos de tráfico era poco menos que deseable. ¿Por qué nunca la deje? Simplemente me daba flojera cambiarme de casa y sufrir las penas de encontrar un rincón para consumir mis frustraciones. Estaba muy hecho a mi vida, y no estaba dispuesto a cambiar.

Te conozco desde hace ¿15 años? si te he de ser sincero, nunca me llamaste la atención. Te convertiste en un personaje habitual en mi rutina al verte salir todas las mañanas a dejar a tus tres hijos a la escuela. Me parecías gorda y descuidada. Pero, ¡Còmo es la vida! ¿Verdad? No sé si ayudarte con la llanta aquella mañana fue para mi algo bueno o malo. Me insististe en que pasara a tu casa a lavarme las manos ¿Para qué? Vivo en la casa de junto y de paso me cambio la camisa manchada de aceite. Te tomaste por la espalda e hiciste conmigo cosas que sólo recuerdo de películas que me incendiaron en la adolescencia. Esa noche, te apareciste de nuevo, y exprimiste nuevamente mi aliento hasta dejarme exánime. Mi pobrecita hubiera encontrado cualquier cantidad de florituras aromáticas si esa noche se le antojara pasarme por la aduana. Estaba dormida, y se conformó sin saberlo con un beso de Judas.

Estoy seguro que algo se rompió dentro de mí. No podía quitar tu feo cuerpo de mi mente, estaba plenamente consciente, absolutamente seguro que me eras repulsiva. Pero las cosas que me hacías, literalmente me hacían sentir vivo, pleno, emocionado, llegué a sentir cosas que no puedo nombrar, y eso con nadie nunca me sucedió. Te ví diferente y tus redondeces, tus vellos, tu bigote, tus dientes despostillados amarillos, lo escribo y no lo creo. No creo haber sostenido una plática de más de cinco minutos contigo, y sin embargo, me hiciste conversar con Dios. Empece a salir muy temprano disque a correr para sumirme entre tus senos flácidos, que se convirtieron ante mis ojos en la apoteosis de la belleza y sensualidad. Me salía de la oficina con cualquier pretexto para embestir tus entrañas y golpear la pared vecina, que era dos veces mía.

En la oficina mis ausencias eran cada vez más prolongadas, buscaba cualquier momento para citarte en el 101 de aquel hotel de Tlalpan, y cada vez acudías, y me sometías plenamente a tu voluntad, a tu sombría, burda, bizarra y a su vez delicada desnudez. No pasaban cinco minutos de haberte dejado cuando te envíaba mensajes para que supieras cuánto te deseaba, cuánto te extrañaba. Entraba a los baños públicos de Santa María la Ribera una cuadra antes de la oficina, a desembarazarme de tu jugos, que aunque desagradables, se habían transformado en un elixir de vida.

En unos pocos días te apoderaste por completo de mi voluntad. A tu sola llamada estaría donde fuera sin chistar, dejando oficina, casa o hijos. Con la sola posibilidad de tocarte otra vez era capaz de sacrificar absolutamente cualquier cosa. Dejé el trabajo, o más bien me dejaron ir a buscar mis horizontes, como me dijeron. Pero no importa, no ganaba mal podía mantener mi nivel de vida algunos años, sin que nadie se diera cuenta. Tendría más tiempo para tí, mi amor.

Era claro, clarísimo que en casa todo estaba de cabeza, estaba totalmente ausente física y mentalmente. La aduana era cada vez más estricta, hasta que intentaró forzarme a cumplirle después de estar una tarde contigo, era simplemente imposible levantar la mirada y afrontar la espera. Esa tarde me dejaste marcas en los musclos en las ingles y en las nalgas, era evidente. Deje la casa con lo que cabía entre mis manos y me fui a refugiar al 101. Al fin solo, yo para tí, para siempre, al menos eso creí.

Apenas me acomodaba en mi radiante felicidad cuando, me recibiste con un "mañana regresa mi marido" Curioso, pensé que estabas separada, o eras viuda o cualquier cosa menos que tu marido estuviera de viaje.
-Ya no te puedo ver más.
No hay forma de describir lo negro del negro que ví cuando recibía tu noticia. No hay forma que nadie comprenda el derrumbe emocional que reventó mi cabeza. No hay dolor tan grande, tan profundo y tan constante que se haya sentido en toda la historia de la humanidad. Y creeme que no exagero.

Y me dejaste así, en nuestro amado 101, sobre la cama, sobre el lecho frío sin estrenar, con la mirada hundida en el papel tapiz, con las manos temblorosas y con la rabia contenida en las venas de mis manos. No más. No más de tí, de tus llamadas, de nuestros encuentros furtivos, de tus dientes escasos y de sus marcas en mi piel. No más de tus tardes sobre mi cuerpo derramando tus efluvios que me hacían sentir vivo una, y otra y otra vez. Me dieron ganas de hacerte algo, sinceramente.

El alcohol es buen consejero ¿sabes? me habla al oído, mientras me encierro en el 101
pensando en tí. Es increíble la cantidad de cosas que me recuerdan a tí. Toda, toda la música lleva algo de nuestro, en la calle, por donde camino, hay algo de tí. No puedo estar sin verte aunque sea de lejos salir en las mañanas, y luego en las tardes, de paso he seguido a tu marido, ya se tantas cosas de él, que hasta tu te sorprenderías. Y, sí, también te es infiel.Además es infiel mañanero, comienza el día con mucha energía, con tu hermana. Tengo fotos de ellos ¿sabes? y parece que nuestro hotel es muy popular, menos el 101, que es nuestro y nunca lo voy a desocupar.

Como dije al principio, siempre me consideré una persona normal, diligente y observador de las normas del comportamiento social. ¡Que elevado! ¿has probado la coca? seguro que no, cuando la mezclo con alcohol me hace pensar cosas que me alarmaron en un principio, después vi con recelo y al final, me parecieron prudentes, coherentes y hasta, se podría decir indispensables.

Fue una pena lo de tu marido, te lo digo de corazón. Ya no se si haberle deseado la muerte a ese hombre se quedó sólo en la esfera del pensamiento, lo ví en el periódico por la mañana después de tres días de borrachera, de la que me acuerdo muy poco, sólo que en mi cuenta hay treinta mil pesos menos.

Sigo pensando en tí a cada momento, como dice Juan Gabriel "siempre en mi mente" Estaba seguro que estarías dispuesta a ir al fin del mundo por mi amor, como lo hice yo por tí. Si, ahora se que yo pagué por su muerte, pero te juro que no lo recuerdo, no importa. Lo que me pesa es cargar con la tuya. Entiende que no te podía dejar ir, y te abracé contra mi pecho con tanto amor por tanto tiempo, que no me percate que no te dejaba respirar, creo. Te escribo esto desde la celda 101 del Reclusorio Norte, y sabes, a veces viene mi pareja que es al fin la madre de mis hijos a la visita conyugal, y durante esa hora te hago el amor con toda mi fuerza. Epero que donde estés, también pienses en mí.

martes, 18 de diciembre de 2007

Treinta y cinco minutos

Desesperanza, Hastío, Hartazgo, Desamparo. Quince minutos en un embotellamiento, y tan sólo a cinco de mi destino. Calor, Estupor, Rabia. ¿Qué demonios será, que ésto no avanza? Estoy en una curva. Sólo veo los reflejos metálicos de los coches por delante de mí y rostros iracundos, alienados por el retrovisor, A mi derecha, dentro de un BMW, un hombre jóven tipo ejecutivo da un sorbo a un café de Starbucks, dos minutos después se pica la nariz, saca un moco y baja la ventana para tratar de aventarlo, pero se le queda pegado en el dedo por mas intentos y fuerza que aplica al resortear su dedo índice. No le queda más remedio que embarrarlo en la portezuela. Me mira de reojo. Yo desvío la mirada a mi retrovisor. Se mete el dedo a la nariz. En la radio un estúpido bromea a su novia con que lo tienen secuestrado. La pobre llora desesperada, no tiene dinero para pagar. Uno, dos, tres, veinte sonidos de claxon en estereofónico. Le compro un Marlboro Rojo por dos pesos a la mujer que hace su agosto con los pasantes entorpecidos.

Avanzo. Siento un gran placer al hundir mi pie en el acelerador. Dura poco. Me detengo. Suena de nuevo el concierto desesperado de mi contingente, al que me uno. Toco todos los ritmos y frecuencias que se me ocurren, pasando por las mentadas de madre. Veo. Una mujer policia detiene el tránsito con un barril naranja de contención. El tripulante de vehiculo permanece inmóvil, mientras todos los demás nos desgañitamos en un frenesí acústico. Ya son veinticinco minutos. Cambio de estación: noticias; aparecieron dos agentes de aduanas decapitados cerca del aeropuerto. El estomago se me revuelve. Me cagan las noticias, los políticos, los jueces, los magistrados, los judiciales, los partidos, Elba Esther. Me sudan las manos, sostengo con mi mano izquerda el volante y veo palpitar mis arterias. Tiro la colilla del cigarro al cenicero. Bajo el espejo, mis ojos están irritados, me respiro sobre la mano. Huelo a alcohol, no aguanto la resaca.

Avanzo. Lo voy a lograr...¡voy a pasar! Me equivoco. Detienen al ejecutivo del moco frente a mí. Puedo escuchar mi encabronamiento en los latidos del corazón. No lo puedo creer, ya son treinta minutos. El mismo tiempo en el que recorrí diez kilómetros desde mi casa. Las dos mujeres policía platican recargadas en el barril, una masca chicle con la boca abierta, como tortillera. La otra, gorda, sostiene un recipiente de agua de dos litros a la mitad. Pinche gorda, ponte a hacer ejercicio. El claxon, mi voz. No lo dejo de tocar, me miran, y me hacen seña de callar. ¿Por qué me voy a callar chingá? ¡Tengo casi una puta hora esperando! Quitan el barril. ¡Al fín!
-Para a esta pinche vieja. Dice la autoridad.
-!Pinche vieja tu puta madre! Le grito.
-Nos tienen aquí atrapados. ¡Tenemos cosas que hacer! ¡Déjame pasar pinche gorda!
La gorda me mira. Da la vuelta hacia mí.
-Sus documentos.
-¿Que documentos? ¡Quiero pasar! ¡Ya!
Abro la guantera. Está el revolver que mi esposo me enseñó a usar. La vieja está distraída. Le voy a sacar un pedo.
-¡Que me dejes pasar! Le apunto.
Da dos pasos atrás, mueve la mano hacia la cintura.
Disparo. Una, Dos, Tres veces. Bajo del auto. La otra policía se quiere agachar, le disparo. Ya no escucho nada. Los que están esperando atras, dejan sus autos mudos, parecen estar congelados. Yo ya no pienso. Ya no recuerdo a donde iba. Ya no se a donde ir. Camino entre los coches en sentido contrario. Nadie se mueve. Nadie hace nada. La mujer de los cigarros corre. Un motociclista se aparta de mi camino. Suelto la pistola. Sigo caminando. Hace calor.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Jodorowsky y yo.

Es duro llegar a un aeropuerto precisamente de la nada, y llamar a la familia para encontrarte con que alguien aguarda impaciente para usar el teléfono en la terminal. Caminar por los largos pasillos marmóreos para encontrar los elevadores. Es curioso cuando usas un elevador para bajar. Sabemos por la ley de Murphy que cualquiera que sea el elevador que elijas para esperar inevitablemente llegará el otro primero. Tal cual, llega primero otro y entra un grupo heterogéneo, cuando sus puertas están a punto de sellarse decido presionar el botón y abordarlo, con la mirada desaprobatoria de los viajeros verticales. Lo peor, el elevador asciende. El interior tiene rayones profundos en sus paredes metálicas y los ascendientes usan gafetes. Me miran. Es un elevador de servicio. Me hacen sentir más extraño y alienado. Se abren las puertas. Es una hermosa área de restaurantes. Una cafetería terraza con mesas blancas cuyo soporte son pies humanos gigantes tan reales que se pueden oler.

Recuerdo que Alejandro Jodorowsky tiene un restaurante aquí. Siempre he tenido una gana arrebatada de conocerlo. Recuerdo muy bien algunas fotografías del lugar. Se desciende por un caracol invertido de siete pisos como en el infierno de Dante, las paredes iluminadas y blancas tienen relieves en espiral. Camino pensando cuáles serían los mejores encuadres para cine o fotografía. Se escucha música de jazz, y la atmósfera cambia; es un gran restaurante obscuro en maderas, sólo tres mesas se ocupan al fondo, pero hacen el suficiente bullicio como para que un ciego crea que está en un antro. Escucho la voz de Jodorowsky con su dulce acento chileno. Detiene su conversación y se levanta. Yo miro con curiosidad las paredes y los cuadros con escenas surrealistas que podrían bien ser de Carrington o Varo. El maestro, completamente vestido de negro se acerca a mí y me da la bienvenida. Cree que me envían para ser su discípulo. Me explica que soy el que más le ha gustado. Yo no salgo del asombro y del gusto. Pero, no he venido a eso. Estaba simplemente curioseando. Camino con él y come una ensalada mientras escucha mi breve curriculum. No vengo a esto, pero haría hasta lo imposible por que me aceptara.

Estamos en su casa platicando en un ático de techo en punta. Hay niños jugueteando por todas partes.
-Estás casado.
-¿Tienes o tuviste un baúl?
-Si, algún tiempo frente a la cama.
-¿Tienes una escopeta?
-En casa de mis padres hubo una, nunca la ví.
Después recordaría que sí, la ví y la usé.

Sentí un jaloneo pequeño. seguido por sacudidas horizontales que aumentan paulatinamente. Los niños por primera vez dejan de gritar, se detienen asombrados de que el mundo se mueva bajos sus pies. El movimiento es cada vez mayor, los niños huyen escaleras abajo. Pierdo de vista a Jodorowsky. La pintura cae dejando desnudo el cemento estructural. Uno nunca sabe dónde esconderse en estos momentos, todos los consejos se agolpan en la frente y son tan contradictorios, debajo de una mesa, bajo el marco de una puerta, junto a la ventana, etc. El sismo no cesa, el inmueble se tambalea tanto que me tengo que sostener del marco de una ventana; la pared gira casi en noventa grados y se convierte en techo. Soy afortunado y puedo salir por esa ventana antes de la destrucción. Caigo en un jardín común, un hombre corre en ropa interior. Hay desperdigados cables eléctricos chispeantes retorciéndose. Todo es tan confuso. Sólo faltaría que me agarrara la corriente. Me acomodo en una esquina a esperar. Pasan dos perros callejeros entre los cables y los despojos. A uno de ellos lo alcanza una descarga que lo fulmina. El cielo es intensamente azul.

Despierto.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Pookie

Soy una mujer muy feliz. Exitosa, tengo una hija adolescente bastante madurita para su edad, y no tengo que lidiar con su padre, porque está mucho mejor que muerto: casado y viviendo en Australia. Soy dueña de una distribuidora internacional de perfumes y cosméticos y no dejo un mes por menos de dos millones de pesos, bueno, me lo dejó el difunto. Por cierto que me chocan, puras cosas de chachas. Con lo de un Arpége aún comprado en Sephora, me compraría diez "Divine" Permex; se rompió la cabeza con el nombrecito. Pero bueno, regalos no me faltan para las misses en navidad. Me encanta desayunar huevos benedictinos en la casa del Lago todos los miércoles después del polo en el campo Marte. Los jueves en la temprano me voy a San Diego para pasar el fin de semana y regreso el domingo en la tarde. Antes me encantaba ir de shopping a Fashion Valley, pero ya me da flojera, te encuentras las mismitas tiendas en Mazaryk y a veces hasta más barato. Mis días de más trabajo son los lunes y los martes, me revientan porque tengo que firmar nómina y cheques de proveedores, pero bueno hay que hacer algún sacrificio en la vida siempre y cuando sea con un Latte de Starbucks en la mano. Me choca ir a la planta, me da tristeza ver a las empleadas tan desaliñadas, hasta ganas me dan de darles algún incentivo o algo a las pobrecitas, pero siempre me sale algo más importante que resolver. Ando tan a las carreras, algún día.

Me compré un pent house divino justo frente al auditorio nacional, me salió como lumbre, y eso que una amiga del sindicato me echó la mano con el arquitecto para hacerme un descuentito, el cabrón me dijo que lo dejó al costo. Aquí entre nos, me encantan los casados, no te piden nada, no son celosos y se dan sus desaparecidas de vez en cuando para cumplirles a sus amorcitos. Creo me funcionó más darle bambú que las influencias de mis amigas, además, ya me hacía falta desestresarme. Estoy en el piso 17 con una terraza preciosa hacia chapultepec, que se realza con una copita de Chablis y Rossana cantando "A fuego lento" Un espejo piso-techo le da doble amplitud a la terraza, me recuerda que tengo que ir a Rodeo Drive y hacerme unos retoquitos de botox y darme un "tan mediterrané". Ni que necesite el botox, eh?? Tengo 36 pero me aterran las arrugas y los viejos.

Se murió el papá de una amiga paisana del Francés, me choca ir a saludar y hacerme la dolida. Don Joseph era muy buena gente conmigo aunque le llevara tan tarde a Sarita y una que otra vez no regresó, me la llevaba al Baby con mis amigos. Se ponía transparente la pobre del miedo que la castigaran. No hay como tres copitas de vino y una línea para armarse de valor. La pobre se siguió con la fiesta y cayó primero en Monte Fénix y después como tres veces en Oceánica, era un dolor de cabeza para todos. Ahí estaba José el mayor que se casó con la más rica de la comunidad, Jaime el de enmedio, tremendo, andaba con todas judías o no y se tiraba a la que pudiera. Me consta, me hizo mujer en la secundaria. Estaba esperando a la idiota de Sarita a que saliera de bañarse. Llegó todo sudado del americano quitándose la camisa, me vio en la salita de televisión y se me acercó. Me acarició la barbilla y me cargó a su cuarto. Me tenía fascinada, todavía no se cómo, sin una sola palabra me dominó. No me volvió a dirigir la palabra. Fue lo máximo. Pregunté por Sarita la esperaban en un rato, estaba en un "rehab" de Houston cuando le dieron la noticia, mejor para mí, me da cosa.

Tengo un hurón, se llama Pookie. Un regalo que le hicieron a mi hija, al principio me daba asco. Correteaba por todo el parket y le gustaba resbalarse sobre su lomo. Le compramos una pelota de tennis y se la pasa horas mordisqueándola y lamiéndola. Me hace tan buena compañía. Siempre que camino descalza va persiguiendo mis dedos gordos dando gruñiditos, y mordisquea las uñas, yo creo que le dan cosa. Juanita ya sabe que me tiene que dejar un poquito de uña cuando me hace pedicure, para que se entretenga el Pookie.

Los martes en la tarde me voy al spa del Four Seasons, me encanta porque voy con mi amiga y nos tomamos una mimosa al final. Javier, el chofer, se da cuenta que siempre salgo algo chistosita del hotel y llevamos a mi amiga a su casa de las lomas. La pícara de mi amiga dice que me va a robar al chofer. Ni que escasearan, le digo. Pero sólo para un ratito. Pero yo no se que le vé, esta muy obscurito, por decir lo menos el pobre. El otro día se lo hubiera regalado de buena gana, me pidió seguro social. Estamos buenos. ¿Que no está el Hospital General y el seguro popular? Estos creen que yo no tengo compromisos.

Me acuesto en la terraza a descansar con un Don Julio helado con limón. Pookie me mordisquea las uñas, lo aviento y se regresa, hasta que me desespera y lo alejo más. Entre sueños y vapores del tequilita, siento cómo me roe la manga de la bata. Me quedo dormida. Como a las siete me despierta la resequedad de la boca y un dolorcillo de cabeza. El borde de la bata de seda esta roído. Demonio de animal.
-Pookie!! ¿Dónde estás?
El silencio es curioso, Pookie se avalancha sobre mis pies en cuanto me despierto. Está casi obscuro. Suena el timbre.
-¿Es suyo un hurón?
-Si
-Dice la vecina que está en el estacionamiento.
-Ah, voy.
Me pongo unos zapatos y busco su correa. ¿Pero cómo se bajo? ¡Travieso animal! Todo esta cerrado, la puerta...Siento que la espalda se transforma en un bloque de hielo. La ventana de la cocina está abierta. No puede ser tan pendejo. El elevador tarda, bajo corriendo las escaleras, en el tercer piso se me sale una chancla y ruedo varios escalones. Mi cuerpo queda como en la escena de un crimen. Me pendejeo una vez mas, nada está roto. El estacionamiento está en penumbras.
-¿Oye tu hurón? está abajo de aquel Volvo, le llamamos pero no quiere salir.
Me acerco al horrible Volvo que está en las tinieblas.
-A ver seño. El poli acerca una lámpara y un palo de escoba.
Me quiero vomitar, está todo lleno de sangre y quejandose.
¿Dónde hay un veterinario? Me oigo gritar, en desesperación.

Por suerte por ahí anda el chofer. Lo echamos en un cartón y lo llevamos a la tienda de mascotas de Antara. Pinche tráfico y nosotros con la emergencia.
-¡Tóqueles el claxon, que se apuren!
Mis manos tiemblan y sudan frío, no se puede morir, no mi Pookie, apenas va a cumplir un año. Me va a matar mi hija.

El veterinario recibe a Pookie y le da una revisión general.
-Está muy mal, tenemos que operarlo, tiene sangre en el vientre.
-Lo que sea doctor ¡salvelo! Lo dije honestamente ¿En qué novela lo vi?
Es una cirugía complicada, es algo costosa, tiene que firmarme algunos papeles.
-Haga lo que tenga que hacer.
Laura siempre trae su BlackBerry apagada, me he cansado de regañarla, y ahorita que estamos con el alma en vilo.
¿Donde te metes? !Están operando a Pookie¡
¡pero te apuras!
Me derrumbo en lágrimas en los brazos de mi hija. Nunca en mi vida había tenido una angustia así. El veterinario sale. Su actitud, su gesto. No me tiene que decir nada para saber lo que pasó.

-Tenía el hígado partido en dos y los intestinos estallados. Sus pulmones se llenaron de sangre, pero no sufrió.
-¿No? Una fiesta para él no fué.
-Van a ser 5,000 pesos de la cirugía, y 500 más si quieren que lo incineremos.
Mis ojos todavía llenos en lágrimas ven al fondo una luz, dos hurones en la zona de jaulas.
Me seco las lágrimas.
-Incinérenlo, y me llevo los hurones de allá ¿Aceptan American?

martes, 6 de noviembre de 2007

Agua

Veinticinco años han pasado desde que nací, en el edén tropical mexicano. Lugar que conserva el treinta y cinco porciento del agua dulce en el país. Tabasco, mi cuna. Nunca vi en toda mi existencia derramarse el cielo en aguas como estos días. Al principio, algunas gotas escuálidas que apenas mojaron los tejabanes y los chiqueros. Siempre supimos que el Grijalva podría tornarse contra nosotros y unirse al mar para ahogarnos, como en el 99. Promesas. Gobernadores vinieron, politicos mintieron para llevar a sus bolsillos nuestro dinero y dignidad. Hemos dado al país música, fruta, petróleo y el miserable espectáculo de nuestros políticos recientes. Hemos sido sólo un trampolín, y ahora un pantano anegado de resentimiento.

Sentado en la cocina contemplé el hilillo de agua que entraba tímido por debajo de la puerta. En poco tiempo envalentonado avanzó reptando al no encontrar resitencia. Afuera el viento y el agua golpeaban con insistencia los cartones y láminas de la casa. Cada gota era como un martillo golpeando con la fuerza de un hombre grande. Corrí por un trapeador y un rastrillo para detener el agua que llegaba al cuarto. Más agua. Desconecté todo, subí el refrigerador a la mesa, el agua me pasaba ya los tobillos. La tele sobre el refrigerador, la ropa de la cama, los zapatos aventarlos al techo, y el agua en la cintura. En cualquier chico rato pasa, me decía. Voy a misa todos los domingos, y todas las noches le rezo a la virgencita que está en mi cuarto. Pero el agua seguía subiendo besando los pies de la imagen que me ignoró. Algo estaré pagando. Tocan a la puerta, pegan de gritos para que salga. Lo único que me queda es mi fe y su imagen, es lo que me llevo. Abro la puerta y me arrastra la corriente de un rio violento, el agua golpea mi cara y mis ojos se hacen una rendija para tratar de divisar algo. Me quiero regresar. Pero me jalan de los pelos y me suben a una lancha. Una lancha. Estoy a diez cuadras del malecón.

Hombres y mujeres con niños me escudriñan en silencio. Recibimos una tunda de agua, con la esperanza perdida entre la incredulidad y el desamparo. El cielo se ilumina a cada rato con relámpagos desoladores. No queda nada. Sorteamos animales ahogados, perros, gatos aves, vacas que nos rodean con un rictus de abandono. Con un palo nos alejamos de los toldos de los coches que juegan a obstaculizarnos. Llegamos a un albergue. Un salón de fiestas atiborrado de pieles morenas y dientes castañeantes. Caigo al agua para nadar a resguardarme, mi pierna se rasga con las puás de un lienzo bajo el agua. El dolor me atraviesa y me olvido del frío por unos segundos. Sigue lloviendo, una mujer lloriquea anunciando el día del juicio final. No lo dudo. Apenas puedo avanzar unos pasos en aquel lugar, muchos aguardan de pie, pasmados. El agua sigue subiendo, rebasa ya mis rodillas. Una mujer grita con los dolores del parto. Sus gritos se apagan con el llanto de niños y adultos, y el agua que no ha dejado de caer. Se llevan a la mujer a un rincón, el crío recibe el bautizo de las aguas del diluvio, una mancha roja crece cada minuto mientras la mujer se desangra exhausta. Todos permanecen inexpresivos, abúlicos.

El agua me llega al cuello, la gente busca las paredes para subir, y levantar la nariz sobre el nivel del agua. Nadie grita ya. La parturienta flota fuera del albergue, el agua la devora poco a poco. Mis pies no tocan el suelo desde hace rato, un muchachito se agarró de mi brazo y me empezó a pegar tratando de subirse en mí. Me empecé a hundir, tuve que alejarlo para que me soltara y me dejara flotar. Trato de subir al techo, pero las tejas de deshacen entre mis dedos. Me permiten sostenerme, pero no soportan la presión de mi cuerpo. Me acomodo en la cintura la imagen de mi virgencita. El cuerpo del muchacho que solté pasa junto a mi. Aprieto los dientes.

El agua sigue subiendo, mis dedos están sangrando, todas las uñas rotas, ya no tengo de que agarrarme, me deslizo hacia el techo tratando de jalar aire. Siento los cuerpos que pasan bajo mis pies. Orino. Pego al techo, el agua golpea duro del otro lado y me sigue empujando. Pasa un rato, ya no escucho más el agua golpear. Todo está calmado. Parece que ya pasó. Siento cómo jalan mi cuerpo de los pies. Cuántos ahogados hubo esa noche. Ya no siento miedo. Estoy tan cansado. Fui el último rescatado. El último cadaver del albergue.

sábado, 3 de noviembre de 2007

Ochocientos

Los hoteles de paso son como flores. Todos son diferentes, perfumados según los gustos del gachupín que lo regentea; sus colores van desde los azules chillantes a los tenues pasteles. Trabajar como afanadora de hotel es muy duro, se debe tener carácter, y principalmente estómago.

Entre semana el trajín es divertido, autos van y vienen con sus misteriosos ocupantes. Con el tiempo se adivina muy bien de quién se trata, cholos, judiciales, policias, tenderos, peluqueros, profesionales de todo, llegan con la secre, edecanes los fines de semana, dependientas de almacén, la chava que agarraron en algún restaurant, la esposa del compadre o viudas arrepentidas. Todas rigurosamente llevan la cabeza baja o sus lentes obscuros, con la angustia de que alguien las pueda reconocer. Cuando llegan solos, se acomodan a esperar una sulipanta. La hora de la comida es la más pesada casi todos los días. A partir del miércoles por la tarde comienza el trabajo pesado. Todos los cuartos se saturan y se van desocupando cada hora y media aproximadamente. En cuanto se desocupa un cuarto llama la gerente en turno y salimos con nuestro carrito de servicio: escoba, trapeador, sacudidor, cubeta, estropajo, espátula, un cambio de sábanas, un rollo de papel, aromatizante, cuatro toallas grandes, 2 jabones chiquitos "Rosa Venus", cerillos del hotel, un preservativo y pastillas de menta. Trabajé en hoteles donde se les daba una tendidita a las sábanas y se abrían las cortinas para orear los humos de las agitaciones de los convivientes. Las botellas de agua se tenían que limpiar cuidadosamente y rellenar con agua directamente de la llave. Al principio me resistí, pero vale más tener la barriga llena. En otros hoteles son obsesivos con la pulcritud, cuando entré la coordinadora entraba al cuarto con una lupa y se fijaba detalladamente en el piso y en todas las esquinas buscando vellos púbicos. Me convertí en experta en buscarlos y analizarlos, uno cree que todos son negros con forma de tirabuzón, pero hay de todos los tonos de gris hasta el blanco y los muy extraños rojos y amarillos.

Una tarde entró un hombre al cuarto 18, yo estaba colocando las toallas en su lugar, me miró muy serio, alcancé a decirle que ya había terminado y me salí. Siempre me imaginé cómo sería que hacen el amor, que posiciones agarran y cuánto duran; o que cara ponen cuando no pueden, debe dar mucha vergüenza, una como mujer nomás se deja llevar y pone cara de pujido, y pega gemiditos o gritos depende cuánto le guste el teatro. Entré al cuatro de al lado, el tipo hablaba por teléfono y se escuchaba su conversación pero no comprendía lo que decía. El marrano que que desocupó la habitación dejó el preservativo sobre el lavabo y se chorrearon todas sus porquerías, en una de esas estaba enfermo de algo porque traía sanguaza. Terminé de arreglar y me pasé al siguiente cuarto. Los muebles de todos los cuartos estàn laqueados tipo chino y se manchan con cualquier cosita. Con frecuencia limpio con el trapo la silueta de las nalgas de alguien que se sentó o sentaron sobre el mueble, las marcas son tan claras que parecen fotografías.

Salgo del cuarto y paso por la 18, me llama el inquilino. Me asomo para ver que le falta y me cierra la puerta. Quiere privacidad. Se me queda mirando igual de serio que cuando llegó y me pregunta ¿Cuánto?. ¿Cuánto que? ¿Yo? Pero si yo estoy de afanadora no porque me guste la friega. Soy gordita, pechugona, y bueno, no me rasuro las piernas porque se me escozen horrible. ¿Yo? ¿Por que no? me responde...se pone de rodillas frente a mí y me recorre los vellitos de las piernas con sus nudilllos. Se me quiere salir el corazón entre el susto y la emoción. Mi cabeza está desconectada del cuerpo. Lo alejo con las manos, pero mi cuerpo se le encima. Me baja los calzones debajo del uniforme gris y me sigue recorriendo. Me van a correr, transpiro. Gano dos mil pesos al mes por ocho horas de trabajo incluídos sábados y domingos. ¿Y me irá a pagar? ¿Que tal si no? ¿Y si me pega algo? Que pena, ni se como se llama. Me tiene de espaldas sobre la cama y comienza su vaivén.

Ochocientos pesos. Es una semana de trabajo pagada en 30 minutos. Desde entonces dejé de trabajar en ese hotel y me dedico a la calle. De vez en cuando me sigue llamando mi "padrino" y con gusto le regalo mi servicio para agradecerle. Se que hay para todos los gustos, sólo me arrepiento de una cosa. De no haberme dado cuenta antes.