lunes, 3 de diciembre de 2007

Jodorowsky y yo.

Es duro llegar a un aeropuerto precisamente de la nada, y llamar a la familia para encontrarte con que alguien aguarda impaciente para usar el teléfono en la terminal. Caminar por los largos pasillos marmóreos para encontrar los elevadores. Es curioso cuando usas un elevador para bajar. Sabemos por la ley de Murphy que cualquiera que sea el elevador que elijas para esperar inevitablemente llegará el otro primero. Tal cual, llega primero otro y entra un grupo heterogéneo, cuando sus puertas están a punto de sellarse decido presionar el botón y abordarlo, con la mirada desaprobatoria de los viajeros verticales. Lo peor, el elevador asciende. El interior tiene rayones profundos en sus paredes metálicas y los ascendientes usan gafetes. Me miran. Es un elevador de servicio. Me hacen sentir más extraño y alienado. Se abren las puertas. Es una hermosa área de restaurantes. Una cafetería terraza con mesas blancas cuyo soporte son pies humanos gigantes tan reales que se pueden oler.

Recuerdo que Alejandro Jodorowsky tiene un restaurante aquí. Siempre he tenido una gana arrebatada de conocerlo. Recuerdo muy bien algunas fotografías del lugar. Se desciende por un caracol invertido de siete pisos como en el infierno de Dante, las paredes iluminadas y blancas tienen relieves en espiral. Camino pensando cuáles serían los mejores encuadres para cine o fotografía. Se escucha música de jazz, y la atmósfera cambia; es un gran restaurante obscuro en maderas, sólo tres mesas se ocupan al fondo, pero hacen el suficiente bullicio como para que un ciego crea que está en un antro. Escucho la voz de Jodorowsky con su dulce acento chileno. Detiene su conversación y se levanta. Yo miro con curiosidad las paredes y los cuadros con escenas surrealistas que podrían bien ser de Carrington o Varo. El maestro, completamente vestido de negro se acerca a mí y me da la bienvenida. Cree que me envían para ser su discípulo. Me explica que soy el que más le ha gustado. Yo no salgo del asombro y del gusto. Pero, no he venido a eso. Estaba simplemente curioseando. Camino con él y come una ensalada mientras escucha mi breve curriculum. No vengo a esto, pero haría hasta lo imposible por que me aceptara.

Estamos en su casa platicando en un ático de techo en punta. Hay niños jugueteando por todas partes.
-Estás casado.
-¿Tienes o tuviste un baúl?
-Si, algún tiempo frente a la cama.
-¿Tienes una escopeta?
-En casa de mis padres hubo una, nunca la ví.
Después recordaría que sí, la ví y la usé.

Sentí un jaloneo pequeño. seguido por sacudidas horizontales que aumentan paulatinamente. Los niños por primera vez dejan de gritar, se detienen asombrados de que el mundo se mueva bajos sus pies. El movimiento es cada vez mayor, los niños huyen escaleras abajo. Pierdo de vista a Jodorowsky. La pintura cae dejando desnudo el cemento estructural. Uno nunca sabe dónde esconderse en estos momentos, todos los consejos se agolpan en la frente y son tan contradictorios, debajo de una mesa, bajo el marco de una puerta, junto a la ventana, etc. El sismo no cesa, el inmueble se tambalea tanto que me tengo que sostener del marco de una ventana; la pared gira casi en noventa grados y se convierte en techo. Soy afortunado y puedo salir por esa ventana antes de la destrucción. Caigo en un jardín común, un hombre corre en ropa interior. Hay desperdigados cables eléctricos chispeantes retorciéndose. Todo es tan confuso. Sólo faltaría que me agarrara la corriente. Me acomodo en una esquina a esperar. Pasan dos perros callejeros entre los cables y los despojos. A uno de ellos lo alcanza una descarga que lo fulmina. El cielo es intensamente azul.

Despierto.

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